viernes, 25 de agosto de 2017

Racionalismo crítico: también en el gimnasio.

En un gimnasio cualquiera, como en otro posible lugar, a veces uno no puede evitar escuchar ciertas conversaciones que le causan, cuanto menos, reflexión. No voy a hacer alocución concreta de ninguna en este momento, pero sí mencionar algo que me parece de suma importancia: el racionalismo crítico.

Se puede decir que en los gimnasios —y en otros ámbitos—, hay varios tipos de personas, o varios tipos de mentalidades predominantes. Por un lado, los usuarios noveles de estas instalaciones deportivas, asisten con una serie de ideas preconcebidas que se han ido fundando en sus cabezas por varios sumandos: educación, entorno familiar, experiencia propia, amigos, prensa, televisión, redes sociales, etc. De estas personas, habrá un mínimo porcentaje que serán buscadores del conocimiento, del saber, y no conformes con ello, de la verdad epistemológica —que redundancia más absurda, como si ello fuese indivisible…—, y que en un futuro se dedicarán a ello en cuerpo y alma, haciendo de su profesión su vida, y viceversa, no conformándose con lo dogmático ni con lo aprendido, en un aprendizaje continuo.

Por contraparte, y aún pudiendo tratarse de los mismos individuos, evolucionarán en el devenir de los años, adquiriendo nuevos conocimientos, unos, y perpetuando los equivocados, otros. También se puede dar la simbiosis de ambos, de hecho suele ser así, que en una misma persona confluyan los dos sentidos. El logro estará en asumir las limitaciones de cada uno y aceptar al doxóforo que llevamos dentro, ejecutando la responsabilidad de salir de la caverna y cultivando la episteme.
En el segundo de los casos —usuarios con un tiempo determinado de desempeño deportivo, una experiencia en años—, me llama poderosamente la atención como, en un alto porcentaje, manifiestan una contundencia sin parangón al hablar de ciertos temas que creen conocer. Piensan que saben, pero no saben lo que hay que saber, y lo que hay que saber ni saben que hay que saberlo. Atestiguan una especie de herencia grutesca, promovida por el gurú de turno. Sin embargo, aún pudiendo haber leído mucho, o no han leído lo que hay que leer, o no han analizado lo leído, o han interpretado lo que les ha dado la gana de lo que han leído. Además de evidenciar que la única experiencia que ostentan es la suya propia, sin haber entrenado jamás a nadie, y donde realmente se aprende, señores, es en el trato con terceros de muy diversa índole. Es ahí donde está la riqueza experimentativa, la profesionalización nutritiva, el acúmulo de una experiencia densa y rica, el tránsito de lo posible a lo efectivo. Claro que la experiencia propia es importante —la auto observación permite conocerte a ti mismo, ergo a los demás—, pero lleva implícita la subjetividad, el sesgo personal, y no es hasta que uno se va acercando a la profundidad de un asunto reportado con terceros de una manera lo más objetiva posible, que pueda demostrar que sabe algo de alguna cosa; el resto es todo adorno, hablar por no estar callados…

Todo el mundo está en su derecho de pensar lo que les plazca, de hacer lo que quieran, faltaría más, pero no están en su derecho para hablar de lo que no saben, de lo que no han estudiado, de lo que no han contrastado convenientemente, o sí, pero otra cosa es que no deban hacerlo por cuestiones éticas y morales, y menos de cara a los demás. De no ser así, todo será mereología demagógica, asuntos de fe, conversaciones de taberna…
Espero que a nadie se le ocurra obviar esto último. Espero que nadie se crea que lo que está haciendo es lo mejor que se puede hacer, porque estará, entonces, muy alejado de ello. Tengamos la humildad de reconocer nuestra equivocación y el acierto del otro, cuando proceda. Tengamos la valentía de preguntar al profesional que competa. Hagamos un ejercicio de autocrítica, de introspección constante para encontrar el buen camino.

Personalmente, ante situaciones así, me pregunto el porqué de esta necesidad imperiosa que me brota de querer decirles algo, de demostrarles que están equivocados en lo que están hablando con tanta ligereza, de enseñarles otro camino, el que yo he andado, el que he comprobado —supongo que un psicoanalista podría darme respuestas más certeras, no lo sé—. Lo que sí sé es que ese impulso de enseñar existe dentro mía, pero más fuerte es el de aprender, y el primero no es una función vital, porque no tienen el fin en sí misma, la función vital es aprender.

Sal de tu costumbre, falsa tus creencias, cambia las preguntas, sométete a la inteligencia reflexiva.

No quiero parecer arrogante, porque no creo serlo. No quiero parecer intolerante, porque no creo serlo. No quiero parecer despreciativo, porque no creo serlo. Solo me considero alguien que ayudando a los demás se ayuda a sí mismo, un ignorante que lee, un tonto que piensa. Y todo esto que escribo —que mal escribo—, pudiera parecer místico, filosófico —ya me gustaría a mí—, pero no es más que un humilde uso del lenguaje para construir y explicar una realidad cotidiana de ciertas profesiones, de mi profesión.

Seguimos trabajando…